La confesión de María

Jul 12, 2022 | Publicaciones

La joven narradora cubana que ganó en 2016 el Premio Bellas Artes de Literatura Juan Rulfo de Primera Novela ahora publicó El libro de los destinos inciertos, volumen de cuentos del cual extraemos esta muestra…

Por Gabriela Guerra Rey

El doctor llegó a media tarde, cuando el sol está más corajudo y casi nadie sale a la calle. A él no parecía importarle. Venía con su frac negro, a la antigua, como siempre. Cada vez que lo veía trataba de imaginar el vapor debajo de esa oscuridad. En estas tierras el asfalto se calienta tanto que te derrite la suela de los zapatos.

Siempre me ha gustado su rostro, y su locura. Así que en cuanto alguien tose en casa, o un vecino, aprovecho y lo mando a llamar. Y él, como si no tuviera la noble misión de atender una aldea de más de tres mil cuerpos, viene en el acto, con su traje y su moño en el cuello, en el calorcito de diciembre o en plena canícula de agosto. Llegué a pensar que no era solo yo la que gustaba de él. Tal vez había algo en sus ojos… no quería hacerme ilusiones.

Se tomó el café y me contó algunos chismes: “nuevos vecinos en el pueblo, dicen”, explicó. Venían de algún paraje lejano y traían hasta niños. Nos pareció absurdo, pero lo comentamos. “Parece que también nuevo cura, murió el padre Andrés…” Usted perdone que me disgregue, padre, siempre me pasa que me cuesta concentrarme cuando veo al doctor o cuando hablo de él. Quería observarlo bien, a escondida, por los rincones de su cuerpo. No sabía si era un tipo meticuloso en la apariencia y vestimenta, o en todo. Parece normal. Tenía que haberse dado cuenta de que lo mando a buscar con frecuencia por gusto. Me gusta, pero también me causa curiosidad y un poquitín de miedo.

Cuando pasó por la sala de descanso, se quedó mirando a la abuela en el sillón y me dijo que la veía desmejorada. Me apenó recordarle que la abuela ya estaba muerta, hacía como veinte años, y que desgraciadamente se fue con el mismo rictus de tragedia que la acompañó en sus últimas horas. Preferí callar. En la habitación nos esperaba el abuelo, con una cosa rara ahí. Había decidido gastarse la pensión con las putas del pueblo, en especial con Lila, una cincuentona de ojos maquillados y cierta gracia al andar a pesar de los años. Ya no sé qué haré con el viejo, casi noventa y ninguna intención de dejar de dar problemas.

Al doctor lo estuve escrutando durante la consulta. Él reconocía por aquí, yo por allá. Él tocaba una rodilla en busca de reflejos, yo me tocaba la nariz. Él anotaba en la libreta, yo me enredaba el flequillo en el dedo índice. Él ponía cara de condescendencia con el viejo, yo sonreía para que se me enrojecieran las mejillas. Ya en la sala insistí en traerle café otra vez. Me desconcertaba que llegara y se fuera con la misma actitud sin que se le inmutara ni una pestaña. ¿Y si es así, un hombre seco y recto? Tomó de la tacita y en eso entraron corriendo mi hermana y la niña, también muertas. Los vivos somos cada vez menos. Desde que la abuela se fue, no pararon de morirse. Ella era, a todas luces, el soporte de la casa. Al final me la jugaron buena, porque llevo años batallando con estos vivos y estos muertos, y nunca me doy el tiempo para mí. El doctor hizo un comentario de la niña, que iba a ser una jovencita hermosa. Me di cuenta de que ni él estaba claro ya de quién estaba en este mundo, o en el más allá. Fue raro, porque él ha firmado el deceso de cada uno de los fantasmas de este pueblo. Debería saber quién sí y quién no.

Regresó unos días después. Era la primera vez que lo veía sudar. Un par de gotas le corrían desde abajo del sombrero. Parecía el de siempre, excepto por eso y porque me invitó a salir. A cenar en la noche. No me lo podía creer. No quise sospechar. Me hubiera encantado que todo sucediera como en una telenovela rosa, y que nos fuéramos juntos, o nos casáramos, y así yo tenía una justificación seria para dejar a los muertos y al abuelo, que no se había muerto porque no le daba la gana. Resultó que el abuelo tenía como tres enfermedades diferentes, no una, y hubo que ponerle tratamientos de diversos antibióticos, para que no sucumbiera por una mala jugada de Lila, sino cuando el destino tuviera a bien.

Y es aquí donde viene la confesión, Padre, porque usted bien sabe que en este pueblo se están muriendo todos. En la noche nos encontramos en los Álamos, único restaurante decente que queda por acá. Me puse el vestido de cuando todavía me sentía joven casadera y no una quedada, me lavé el cabello y me puse la cadenita que me regaló abuela a los quince. En el centro del pecho, sobre el vestido negro, incitante, la medallita de la virgen, para que supiera que sigo siendo una buena cristiana. Él venía de frac, como siempre. Solo no traía el sombrero; quizás había tomado una breve licencia. Sentí que también para él era una noche especial. Bajo el cielo estrellado de nuestro pequeño mundo conversamos animadamente durante largo rato y nos tomamos una botella de un Protos español de moda. A medianoche estábamos animadísimos, y nos fuimos al piano-bar. Había un jazzista de cierto reconocimiento, presuntamente vivo. Tocaba una de esas canciones que todo el mundo se sabe, pero nadie se acuerda cómo se llama. Cuando salimos de allí, nos habíamos despachado un par de botellas más de vino. Y suerte que tuvimos la previsión de no mezclar con otras bebidas, para que la noche no acabara mal. Todo un caballero, me acompañó a casa. Veníamos algo borrachos, pero solo nos afectaba el ánimo: teníamos un ataque de risas con el que avanzamos por varias cuadras. Más de un vecino se asomó a la ventana a mandarnos a callar. Y eso nos daba más risa. Como si fuéramos dos adolescentes alborotando la madrugada. Yo llegué con los zapatos en una mano, el moño caído, el rímel corrido, otra vez la doncella que espera despedir al príncipe con un beso encantado. Él me miró serio un largo rato, y cuando yo estaba no solo esperando su beso, sino un poco húmeda, del tiempo que hace que no estoy con nadie, me espetó en la cara la más obvia de las verdades: él estaba muerto. Y yo siempre lo había tratado como a un vivo. ¿Cómo pude no darme cuenta?

En ese momento se me derrumbaron los castillos, Padre. Llevaba al menos tres años esperando que me propusiera algo. Y él llevaba más de tres años muerto, sin decirme y yo sin darme cuenta. Por eso la imperturbabilidad de su vestimenta, por eso el sol no le dolía en el negro. La única cosa que lo removía en su parsimoniosa existencia era tener que sacar a alguien de las garras de la muerte. Y lo había hecho en muchas ocasiones. Era famoso por salvar a más de un moribundo. Además, me contó, las hormonas de una mujer alborotada lo podían hacer sudar, Padre, como si yo lo que tuviera fuera una simple calentura…, que también. Me dio un beso en la comisura derecha del labio y partió, caminando ligero; un ánima con cierto ánimo, si me permite el dislate. Me empezó a vibrar la boca…

Padre, no me contuve. Mi espíritu pasional soltó las alas, corrí tras él y le dije que ya mismo me dejara ir consigo. No lo pensé bien, es cierto, pero me dejé llevar por el corazón, ¿porque a esto le dicen corazonada, no? Ahora no solo he venido a buscar su perdón, sino a pedirle que nos case, aunque le parezca que eso infringe las leyes de Dios. Necesitamos estar juntos. Y para yo decirle al abuelo que me fui con el doctor, tengo que invitarlo a la boda, o no se irá en paz, y me temo que no falta mucho. Llevo veinte años cargando con él, y de paso con el fantasma de la abuela, no lo voy a echar ahora al foso de los leones.

Un silencio asoló el recinto tras la confesión de María. “El padre pensando”, meditó ella. “Debe estar buscando las maneras divinas de absolver a esta pecadora”. Se imaginaba su cara de desprecio, la piedad pujando con el ego eclesiástico. Se esforzaba en componer un discurso final para que el padre la absolviera o le impusiera un castigo menor, pero que además los casara. Mas, un contrato ante Dios entre un vivo y un muerto, por más muertos que hubiera, jamás había sucedido. Era una realidad que no iba a cambiar. Todo eso pensaba María mientras esperaba el veredicto de su confesor.

Después de dos horas de confesión y veinte minutos de silencio profundo, seguía sin respuesta. Se asomó al habitáculo al otro lado de la rejilla. El padre no estaba en su silla. El cuerpo yacía en el piso; no pudo definir si dormido o muerto. María agarró la mano del sacerdote, puso los dedos en cruz y se persignó.

Salió de la iglesia. El sol le molestaba en los ojos acostumbrados a la oscuridad. Aun así, corrió desbocada por los laberintos del espectral pueblo. Le urgía decirle al doctor que el padre les había dado la bendición.